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Nuestro último destino en el verano de 2020 fue el más improvisado porque lo decidimos en el mismo Navarra, a falta de unos días para finalizar nuestra estancia allí. Nos quedaba la parte más difícil: encontrar alojamiento por unos 4 días en pleno agosto y que se adaptara a nuestros gustos tan exigentes, jejejej. Pero sí, la suerte estaba de nuestro lado y logramos lo que queríamos: Santander nos esperaba!

Después de nuestra visita exprés a Bilbao, llegamos a la capital cántabra en un abrir y cerrar de ojos y, cuando estuvimos acomodados en el apartamento, salimos paseando rumbo a la playa del Sardinero. Nuestro alojamiento estaba muy bien situado y prácticamente lo estrenamos. En el momento en el que entramos ya sabíamos que nos sentiríamos como en casa. Tenía todo lujo de detalles y una terraza perfecta para descansar cuando el tiempo acompaña.

El alojamiento estaba muy cerca de la playa del Sardinero y cuesta abajo, así que la decisión fue fácil ;-). Hacía una tarde super agradable y, tan pronto nos situamos, decidimos recorrer el paseo marítimo hacia la península de la Magdalena. Una vez allí descubrimos una gran esplanada llena de familias con un parque gigante para diversión de los más pequeños y junto a una terraza que, obviamente estaba a rebosar de padres :-). Allí también nos asomamos a la playa de los bikinis. La marea había subido y quedaban algunos rezagados apurando el último rayo de sol y los pocos metros de arena que el mar les había dejado. Estábamos algo cansados y decidimos volver al apartamento. Nos tocaba la parte menos apetecible: subida cuesta arriba, jajajaj.

El segundo día en Cantabria lo habíamos planificado conocer Santillana del Mar, Comillas y San Vicente de la Barquera. A las 10:30 ya habíamos aparcado en el parking del primer pueblo. No había mucha gente y pudimos pasear y fotografiar sus calles con la tranquilidad que se merecía. Intenté recordar mi paso por este magnífico pueblo cuando lo visité con 17 años, pero ha llovido tanto que sólo recordé algunos lugares y muchas anécdotas que allí se quedaron 🙂

Como no somos de entrar muchos museos y sabíamos que cada minuto era oro en pleno mes de agosto, compramos unos sobaos y dimos por finalizada nuestro recorrido por el pueblo de las tres mentiras. Hicimos un intento de acercarnos a las archiconocidas Cuevas de Altamira, pero según llegamos, vimos el percal y nos dimos media vuelta  (imaginad por qué…). Yo soy más que afortunada; Con el instituto tuvimos el placer de conocer las originales y adentrarnos entre las angostas paredes de la Cueva. Pero me apetecía muchísimo revivirlo en las neocuevas junto a mi familia. Así que tendremos que intentarlo para otra ocasión.

Intuyendo que podríamos tener margen para Comillas, nos desviamos unos kilómetros hacia el laberito de Villapresente. Cuando llegamos, se podía aparcar sin problemas en el parking, pero nos dio la sensación de que había demasiada gente en el recinto. Pagamos la entrada y entramos a probar suerte en un laberinto que resultó ser claustrofóbico y agobiante. Por fortuna, había salidas de emergencia que utilizamos sin dudarlo 10 minutos después de entrar.

Con la frustración en nuestras cabezas, llegamos a Comillas y aquí sí que los problemas de aparcamiento se hicieron más que visibles. Después de un buen rato recorriendo sus calles sin éxito, nos rendimos y nos encaminamos a San Vicente de la Barquera con más desánimo que ganas de recorrerlo, para qué engañarnos. Eran casi la hora del almuerzo y obviamente también había mucho tráfico. Pero ¡tuvimos mucha suerte! Enseguida encontramos plaza en una calle sin salida al lado del casco antiguo.

No esperaba que este pueblo tan conocido tuviera un patrimonio histórico tan bien conservado. Subimos a la Torre del Preboste que alojaba una exposición temporal muy curiosa y, nos descubrió como un funicular ubicado en las Cataratas del Niágara fue obra del ingeniero español Leonardo Torres Quevedo. Recorrimos su muralla admirando todo aquello hasta dónde alcanzaba nuestra vista. El pueblo se ubica en pleno Parque Natural de Oyambre y desde allí el paisaje se ve espectacular. Decidimos bajar al pueblo y degustar su gastronomía. Aún no era plena hora punta. La gente estaba con el aperitivo, pero nosotros, que somos del club de horario europeo, no tuvimos problema en conseguir mesa. Como siempre, la gastronomía de la zona nunca defrauda y comimos como auténticos reyes.

Después de comer, dimos un pequeño paseo por el puerto y volvimos a subir al casco histórico para contemplar la Iglesia de Santa María de los Ángeles que corona las alturas de este precioso pueblo.

Teníamos que intentarlo de nuevo, así que después de una parada técnica para conocer una de las playas del Parque Nacional de Oyambre, volvimos a Comillas. Aparcar en la sobremesa fue más fácil de lo esperado y nos fuimos directos al Capricho de Gaudí. Había una larga fila de gente esperando entrar, así que nuevamente tuvimos que desistir de conocer esta maravilla arquitectónica. Estábamos cansados, dimos una vuelta por la plaza del pueblo, nos comimos un helado y dejamos pasar muchos lugares de interés. Quizás, el destino nos tenga reservado conocer este maravilloso lugar en otro momento más motivador.

Una vez repusimos algo de fuerzas en el alojamiento, nos fuimos a recorrer el centro de Santander. Bajamos andando al paseo marítimo porque estaba relativamente cerca y fotografiamos las famosas esculturas de los raqueros, nos adentramos por el casco histórico y caminamos sin rumbo descubriendo el corazón de la capital santanderina un viernes de agosto. Cenamos en el apartamento. Allí nos sentíamos como en casa y después de un día agotador el cuerpo sólo nos pedía descansar.

Nuestro tercer día en Cantabria lo habíamos reservado para visitar Cabárceno. Llegamos pronto y apenas esperamos en las taquillas de entrada. Además, llevando los tickets comprados previamente en la web, todo se hace más ágil. Eso sí, tuvimos que comprar las entradas al teleférico allí mismo. En nuestro caso, no estaban incluídas en el precio.

Para ver los distintos emplazamientos de los animales, hay que desplazase en coche y en cada una de las zonas hay pequeños aparcamientos. No paramos por el reptilario ni prestamos atención a la exhibición de focas. Fuimos directos al mirador de los Osos. No recordaba que hubiera una familia tan grande; Nos habríamos tirado horas allí, observando su comportamiento, maravillados por la grandeza de este mamífero y disfrutando del paisaje que era tan espectacular como ellos.

Después seguimos recorriendo las distintas zonas. Con algunos animales tuvimos suerte, con otros, como los leones, no tanto porque no se dejaron ver. Vimos como Jirafas y avestruces convivían entre ellas, admiramos a los rinocerontes tan de cerca que nos pareció casi irreal y los elefantes fueron, sin dudarlo un espectáculo. Nuestra última parada la reservamos para montar en uno de los teleféricos. Decidimos subir al que pasaba por encima de la comunidad de osos. El paisaje, desde allí arriba, parecía sacado directamente de Parque Jurásico. No somos muy fan de los zoos pero Cabárceno nos sorprendió gratamente. El entorno es simplemente espectacular.

Por la tarde volvimos a la península de la Magdalena. El recorrido estuvo super entretenido. Paseamos bordeando el mar con vistas a las playas del Sardinero y nos encontramos con un pequeño zoo en el que sólo vimos focas. Tres carabelas expuestas en la subida hacia el Palacio, te hacen soñar con épocas lejanas en las que surcaron el Pacífico y  casi sin darnos cuenta, llegamos hasta el majestuoso edificio. Frente a el, la isla de Mouro con su faro. Nos hicimos algunas fotos y pasamos un rato divertido en uno de sus jardines. Sin dudarlo ese lugar nos conquistó.

El último día nos fuimos directos a Santoña. Nuevamente madrugamos y a las 10 de la mañana ya estábamos haciendo fotos en el puerto a sus marismas. Santoña es sobradamente conocida por ese manjar llamada anchoa pero tiene una localización de lujo en una bahía que lleva su nombre y que la hace aún más especial. Una buena amiga nos había recomendado conocer el faro del caballo, pero nos advirtió de la complejidad de acercarnos allí con un niño de 6 años. Así que fuimos a la búsqueda de algún barco que nos acercara hasta el lugar. Fuimos totalmente a la ventura, siguiendo las indicaciones de un cartel que decía ‘paseos en barco’. Cuando llegamos a lo que parecía un embarcadero, había un grupo de gente esperando. La siguiente salida sería a las 11 y quedaban quince minutos. Oímos que había gente sin reserva y que a esa hora saldrían dos barcos y entraríamos todos. Por tercera vez en este verano improvisado, nos encontrábamos navegando. El paseo duró una hora y aprendimos muchas cosas interesantes de la bahía y de la zona. Nuestro objetivo, el faro, resultó estar en un entorno natural espectacular. El color del mar era verde esmeralda (de ahí que lo llamen la Costa Esmeralda), vimos varios grupos de gente en kayak y me pareció un plan genial que no me hubiera importado hacer. Los más osados, habían llegado hasta allí a pié y algunos se lanzaban al mar pese a estar prohibido. Nuestra mañana allí fue fantástica y repetiríamos sin dudarlo.

Cuando desembarcamos, paseamos por el casco viejo disfrutamos de su gastronomía y volvimos cargados de souvenirs para la familia y para nosotros mismos que, obviamente podéis imaginar de qué se trataba 🙂

Puente Viesgo fue nuestra parada técnica antes de regresar a Santander. Nos pareció un pueblo con encanto pero hacía demasiado calor y nos limitamos a dar un paseo corto por allí y, estoy segura, que no lo valoramos lo suficiente.

Buscando alternativas turísticas de la ciudad de Santander, descubrí en el el blog de viajeros 3.0 una zona poco transitada por los turistas que te llevaba al Faro de Cabo Mayor. El trayecto parecía sencillo y podías alargarlo más allá del faro si las fuerzas y las ganas aún te acompañaban para continuar. Así que, siguiendo las indicaciones de Rebeca, comenzamos nuestro recorrido por la senda de Mataleñas.

Al principio, el paseo no tiene nada de especial pero a medida que te vas alejando, las vistas del Sardinero, la península de la Magdalena y la Isla de Mouro te va mostrando una perspectiva diferente y genial. Después de un rato andando, llegamos a la playa de Mataleñas a la que se accede bajando una larga hilera de escalones. Está rodeada de acantilados y me pareció un profundo cráter abierto al mar, Unos metros más allá divisamos el faro de Cabo Mayor. Se veía bastante gente en su base y alrededores y no llegamos hasta los pies del mismo edificio. Nos apetecía disfrutar del atardecer en una enorme explanada verde mientras nos comíamos un helado y disfrutábamos de nuestro último atardecer en Santander.

Gran final para unas vacaciones diferentes y especiales. Nos dejamos muchísimos lugares que descubrir de esta tierra llena de sorpresas y con una riqueza cultural fascinante. ¿Volveremos? Cantabria: espéranos que no tardaremos mucho.

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